En 1969, en la Universidad de Stanford, el profesor Phillip Zimbardo realizó un interesante experimento de psicología social. Dejó dos automóviles abandonados en la calle. Eran idénticos: la misma marca, el mismo modelo y el mismo color. Uno lo dejó en el Bronx, por entonces una zona pobre y conflictiva de Nueva York, y el otro en Palo Alto, una zona tranquila y adinerada de California.
El coche abandonado en el Bronx tardó poco en ser desguazado. En pocas horas perdió las ruedas, el motor, los asientos, etc. Todo lo aprovechable se lo llevaron, y lo demás fue pronto víctima del vandalismo. En cambio, el coche abandonado en Palo Alto se mantenía intacto.
Sería muy fácil atribuir ese desenlace al distrito en que se dejó. Sin embargo, el experimento no quedó ahí. Cuando el coche abandonado en el Bronx ya estaba deshecho y el de Palo Alto llevaba una semana impecable, los investigadores rompieron un cristal del automóvil de Palo Alto. El resultado de aquella ventana rota fue, sorprendentemente, muy similar al del Bronx: el vehículo fue expoliado por completo en pocos días, víctima del robo y el vandalismo, que lo redujeron al mismo estado en que quedó el otro.
Parece claro que un cristal roto en un coche abandonado transmite una imagen de deterioro, de desinterés y de despreocupación, y ese mensaje rompe unos misteriosos códigos de convivencia y transmite la idea de ausencia de ley, de normas, de reglas, como si ya valiera todo. Cada nuevo pequeño ataque que sufría el vehículo sin que sucediera nada, reafirmaba y potenciaba esa idea, hasta que la escalada se hizo incontenible y desembocó en la misma violencia irracional.
En experimentos posteriores, los profesores James Q. Wilson y George Kelling desarrollaron la “Teoría de la ventana rota”, la misma que concluyó, desde un punto de vista criminológico, que el delito es mayor en las zonas de mayor descuido, suciedad, desorden o maltrato material.
Si se rompe el cristal de una ventana en un edificio y nadie lo repara, pronto estarán rotos todos los demás cristales. Si un edificio o una comunidad humana manifiesta signos de deterioro y eso no parece importarle a nadie, ahí se generará enseguida el caldo de cultivo propicio para el delito. Si se cometen pequeñas faltas y no son sancionadas, pronto aparecerán faltas mayores, y luego transgresiones aún más graves. Si se permiten actitudes de falta de respeto como algo normal en los niños, su patrón de desarrollo será cada vez de mayor violencia y cuando sean adultos harán de modo casi natural cosas mucho más graves.
Estas ideas fueron aplicadas a gran escala por primera vez en el Metro de Nueva York a mediados de los ochenta, y luego, en 1994, en la política de “Tolerancia cero” del famoso y polémico alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani.
Los aciertos y errores de aquella estrategia policial de Giuliani han hecho correr ríos de tinta, pero parece claro, en todo caso, que en cualquier organización humana es importante mantener unos mínimos principios de orden y respeto en los que no se debe admitir ninguna transgresión, por pequeña que sea. No se trata de imponer actitudes autoritarias, sino de cuidar con esmero aquello que hemos observado que resulta más importante de lo que parece.
En la educación de los hijos o de los alumnos, por ejemplo, estas últimas décadas nos han advertido de la importancia del orden material, del respeto al adulto, de la consideración con el más débil o desfavorecido, de las sencillas normas de urbanidad, el modo de vestir y de comportarse, la puntualidad o el modo de hablar. Son cuestiones a las que quizá durante un tiempo se les dio excesiva importancia sin atender a sus razones de fondo. Pero hoy comprobamos que no son simples cuestiones externas o formalidades sin mayor trascendencia. Son detalles pequeños que constituyen y modelan todo un modo de ser. Pequeños rasgos o gestos sin aparente importancia, pero que configuran bastantes de los principios más importantes.
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